01 septiembre, 2010

Meditación





Paseando, un largo y sereno camino en medio de la nada. Contemplando todo alrededor, un tranquilo prado de verde y reconfortante hierba se pierde en al horizonte. El sendero transcurre apacible adentrándose en un frondoso bosque de altos arboles, entre rocas y piedras y arbustos el camino empieza a oscurecer, fruto de la altura y frescura de su frondosidad. El agua se hace presente, se oye como cae en cascada, como fluye siguiendo su propio curso. Creando sinfonías inconfundibles junto al trinar de las aves. Detenido respiro hondo impregnándome de su penetrante fragancia. Sigo caminando, el camino se estrecha levemente, aumenta la luz y el rumor del agua llega con más nitidez. Ante mi un hermoso y vello puente romano, de piedra historiada. Me detengo en su punto más alto, contemplo como fluye, agarro la mochila que llevo colgada a la espalda desde el inicio de mi viaje, pesa demasiado, apenas puedo con ella. Miro su interior y advierto que hay demasiadas cosas que no necesito para seguir mi andadura, así que en volandas la vierto sobre el cauce del rio, y cae aquello que ya no es esencial en mi vida, aquello de lo que puedo prescindir y caminar más liguera, más segura sin tambalearme. Observo, como se alejan de mí, y las dejo marchar. Yo también sigo mi marcha. Atravesado el bosque, vuelvo al sendero tranquilo entre verde y fresca hierba, dispuesta a volver a casa. A ese refugio abierto al mundo, donde me cobijo tranquila y serena.

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